El Señor reacciona ante el pecado del hombre con un ofrecimiento inaudito de misericordia y de perdón.Carta del Obispo de Posadas – Exaltación de la cruz - 14.09.08
Por Mons. Juan Rubén Martínez
En este domingo de “la exaltación de la Cruz”, el texto que leemos del Evangelio (Jn. 3,13-17), nos dice que el Hijo del hombre tenía que padecer la cruz para salvar al mundo: “…Así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga por él vida eterna. Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él”.
Durante varios domingos retomaré textos de una reflexión que realicé en la sesión inaugural de nuestro primer Sínodo Diocesano que hemos realizado el año pasado con motivo de la celebración de nuestro año jubilar, los 50 años de creación de nuestra Diócesis. Desde ya que la centralidad del Sínodo estaba en la persona de Jesucristo y el eje del mismo ha sido buscar caminos adecuados para responder en este inicio del siglo XXI, a aquello que es la razón de ser de la Iglesia: la evangelización.
Esta celebración de la exaltación de la cruz, nos pone ante la significación profunda, central que tiene el misterio de la Pascua en la fe cristiana. Desde el misterio del calvario, del sufrimiento y muerte del Hijo del hombre en la cruz y de la resurrección y Vida, comprendemos que sin esta inserción pascual en nuestra propia espiritualidad cristiana, que es el camino de identificación al amor donado y eucarístico de Jesucristo, difícilmente podremos tener una real comprensión del discipulado y misión que cada bautizado tenemos.
Considero que un texto de “Jesucristo, Señor de la historia” nos puede ayudar en nuestra reflexión. Este documento fue escrito con motivo de la celebración de los 2000 años del nacimiento del Señor y nos decía: “Para nosotros, cristianos no basta afirmar que nuestro origen está en Dios que nos ama. Creemos que ese amor del Padre Dios llegó a un extremo incomprensible, misterioso, deslumbrantemente bello. Nos envió a su propio Hijo, verdadero Dios, para que se hiciera verdadero hombre, con una carne como la nuestra, un corazón como el nuestro, una historia como la nuestra, sin caer en las miserias de nuestros odios, egoísmos y mezquindades. Es hombre verdadero, pero libre de pecado. Modelo perfecto de lo que el Padre quiere que seamos. En Él culmina el plan de Dios. Él es la plenitud del tiempo y el centro de la historia.
Sin embargo, el hombre rechazó su presencia y quiso eliminar su persona y su mensaje. Su amor por el hombre llegó a la “locura”, aceptó ser clavado en la cruz y entregarse por nosotros hasta experimentar el más amargo y profundo dolor. Así, su sangre derramada nos purificó de nuestros pecados. El Señor reacciona ante el pecado del hombre con un ofrecimiento inaudito de misericordia y de perdón.
Pero, el Padre no podía dejar al Hijo amado bajo el poder de la muerte. Y Jesucristo nuestro redentor resucitó. ¡Vive! Por eso su presencia también es una realidad para nosotros. Él visita la pobre existencia de cada ser humano para derramar la vida nueva del Espíritu Santo. Los que supieron descubrirlo reconocen que hay un antes y un después de haberlo conocido. Antes y después de Cristo la vida no es la misma. Así lo proclaman, por ejemplo, San Pablo, San Francisco de Asís, Edith Stein y tantos santos que han reflejado en su vida la presencia misericordiosa de Jesús” (J.S.H. 7).
En nuestra época corremos el riesgo de vaciar la fe cristiana mimetizándonos con una especie de humanismo, o bienestar excesivamente consumista de la época que busque alcanzar la “Vida”, sin la cruz y su significación en nuestra espiritualidad. Una suerte de humanismo sin “Pascua”. Esta singularidad Pascual de Jesucristo, hace que el solo “teísmo” no nos alcance para comprender el maravilloso regalo que nos hace Jesucristo, el Señor, de experimentar que Dios no es solo un concepto, una energía, un todo, sino que Dios es Padre.
En este domingo de “la exaltación de la cruz”, el Evangelio nos alienta a saber que nuestro Padre-Dios tanto amó al mundo: “que dio a su Hijo único para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn.3,16). Esta certeza de Jesucristo, el Señor, será fundamental en estas reflexiones que profundizaremos ligadas a nuestro Sínodo y al documento de Aparecida que nos piden que nuestro tiempo necesita que los cristianos seamos verdaderamente discípulos y misioneros.
¡Un saludo cercano y hasta el próximo domingo!
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